28 de julio de 2010




INMIGRACION AFRICANA AL “PRIMER MUNDO”

Sueños de libertad


El carrusel de la plaza de la República (Piazza della Repubblica) me atrapó. Como sedado por un poderoso veneno quedé inmóvil. Los caballitos dorados, idénticos, con plumas rojas de vedette en la cabeza son una invitación a subir y quedarse ahí arriba dando vueltas hasta el amanecer. Después del encantamiento inicial de niño, quise fotografiarlo pero la gran cantidad de lámparas encendidas y la noche me hacían repetir la toma una y otra vez. No se por qué me llamó tanto la atención esa calesita que no paraba de girar al ritmo de música de calesita.

Diez minutos antes estuve en la plaza de la Señoría (Piazza della Signoria) contemplando, entre otras maravillas, la estatua de Hércules y Caco y sobretodo la copia del David de Miguel Angel. Había quedado con la boca abierta con la Fuente de Neptuno. Esa que ESPN muestra cuando la Fiorentina juega un partido de Champions League. Ahora, y después de ese regocijo, quería sacarle una foto a esa simple y encantadora calesita. Era tarde y sólo unos turistas paseaban por las calles de la bellísima Florencia, ciudad donde el genio de Miguel Angel dejó una partecita muy grande de su vida artística. Es que, creo, toda su magia creativa y su talento quedó estampado en las paredes y la bóveda de la Capilla Sixtina.

Ya tenía la toma del carrusel cuando escuché que alguien venía corriendo. Antes de que me de vuelta pasó tan rápido como una gacela. No alcancé a verlo. Sentí un tropel de piernas y vi pasar a otro. Dos tipos lo seguían en una persecución que terminó muy cerca, a la vuelta de la esquina. No se como fue pero cuando llegué tenían a uno apretado contra el piso, justo frente a una vidriera de la tienda de alta costura Massimo Dutti.

Los que parecían ser dos policías de civil lo interrogaban. No tenía más de 25 años. Estaba sentado en el cordón de la vereda con las rodillas apoyadas en el pecho. Al pasar alcancé a ver las motas cortas color de la piel y los dientes blanquísimos. Vestía una campera oscura a cuadros azules, jeans y zapatillas deportivas blancas. Lo atraparon porque corrió con algo envuelto en una manta. No quería perder su único capital, su única esperanza de vida. Pero los policías le quitaron todo, lo dejaron sin nada. Sólo con lo puesto. Lo hicieron retroceder al mismo momento en que puso un pie en Italia con sueños de libertad.


La primera vez que los vi fue en Milán, un día después de llegar a Italia y mientras recorría la plaza de la Catedral (Duomo). A la pasada intentaban venderme algo que yo rechazaba. Hasta que uno se me acercó y me puso una pulsera en la mano. Me hablaba en un inglés que yo no entendía por lo que no hubo posibilidad de mantener una charla. Se despidió con una sonrisa y un “Thanks for Africa”, que en ese momento no comprendí el verdadero significado.

Después de unos días recorriendo Italia, veo que están por todos lados. En realidad, en aquellos lugares en donde se apiñan los turistas que por esta tierra son casi todos. Siempre andan en grupos y casi nunca se los ve solos.

También los encontré en Nápoles. Pero ahí tienen demasiada competencia en eso de vender algo para sobrevivir.

En algunas ciudades están más vigilados que en otras pero en todas hay un denominador común: son perseguidos.

Venden, entre otras cosas, carteras, bolsos, anteojos, pulseras y collares. Todo trucho, truchísimo. Esos rubros son los más explotados por los más explotados.

A la pesca


Los inmigrantes devenidos en vendedores ambulantes de Africa “invadieron” Europa. Llegan de Senegal, Sri Lanka, Nigeria, Etiopía o Somalía. Son inmigrantes desesperados, indocumentados. Son discriminados. Y son ilegales cuando al gobierno le conviene porque también, muchas veces, son la mano de obra más barata y “sirven” para ocupar el trabajo que no quiere hacer el trabajador blanco europeo.

Los observé detenidamente en el puerto de Barcelona. Ahí, como en casi todos lados, están “a la pesca”. Colocan en el piso una sábana o lona y le atan cuerdas a las cuatro puntas de la tela. Arriba acomodan prolijamente la mercadería. Carteras, anteojos o relojes, todo imitación de las grandes marcas. Se quedan parados con las cuatro cuerdas en la mano como sosteniendo una caña de pescar. Miran para todos lados. Están atentos, en guardia, como los suricatos. Si alguien ve a un policía, avisa. En un rápido movimiento le pegan un tirón a las cuatro cuerdas y cargan al hombro todas las cosas. Tratan de perderse disimuladamente entre los turistas o directamente correr a salvarse.

Son reacios a hablar de su vida. Tienen motivos de sobra para ser desconfiados.

“Estos tipos si que se juegan la vida”, me explica Mario, un amigo santarroseño, poeta y periodista que vive en Barcelona.

Emigran por motivos económicos, políticos o religiosos, no importa. Huyen de la pobreza y la guerra. En el fondo creo que buscan ser un poco más libres pero la realidad del primer mundo los golpea tanto o más que en su propia patria.

Hay toda una mafia detrás de la inmigración africana a Europa. Deben pagar una fortuna que no poseen para arriesgar el pellejo y tener la posibilidad de subir a una barcaza que los lleve, en un “viaje de la esperanza”, desde la costa de Africa a Europa. Puede ser de Libia a Sicilia o de Marruecos a las islas Canarias. Rutas, un recorrido donde las posibilidades de tener éxito son escasas. Si bien algunos logran sortear ese cruce muchos se ahogan en ese intento desesperado. Los que tienen la dosis de fortuna para llegar al otro lado pueden quedar endeudados con el mafioso que los ayudó a salir de su tierra. Esa deuda la pagan siendo esclavos modernos: tienen que trabajar para su amo vendiendo baratijas mientras son perseguidos por leyes que consideran delincuente a un inmigrante. Y el que no debe también vende para sobrevivir. Porque de eso se trata, de subsistir.

El bien más preciado son los “papeles”, esos que tardan años en llegar. El sueño es ser un inmigrante legal para ser un poco más libres. Trabajar para poder mandar algún euro a su familia que quedó en Africa.

Pasan horas y horas en la calle. No hay ninguna posibilidad de alquilar un departamento o una casa. Si trabajan pueden aspirar a pagar la cama cucheta de una pieza compartida con cinco, seis o más compatriotas.

Después de tres días en Bergamo en la casa de unos amigos, había salido a “recorrer” la bella Italia y una de las ciudades más sorprendentes: Florencia. Al pasar frente al inmigrante que tenían detenido, apagué el flash y le disparé, apurado y nervioso, dos fotos. Seguí caminado rumbo al hotel sin dejar de pensar en esta dosis de primer mundo que había recibido.

Era mi primera noche en la ciudad de Miguel Angel. La reserva del Ostello (hotel) la había hecho desde Argentina por internet, sin saber con qué me iba a encontrar. En medio de la oscuridad me desperté. Estaba en una pieza rodeado de ocho camas. Un rosarino, estudiante de pintura; dos pibas chilenas que terminaban un curso de italiano y un japonés trotamundos. Todos dormían. Casi sin hacer ruido me levanté. Salí a la calle y apurando el paso crucé uno de los puentes del río Arno. Caminé y de ratos corrí hasta la plaza de la República pero llegué tarde. Luces apagadas y ninguna música. La calesita había dejado de girar.


22 de enero de 2010

La cábala

- Pero porque mejor no vamos nosotros. Me estoy cagando de frío- le pidió el Pacu al Negro mientras se frotaba las manos y le echaba aliento a los dedos tratando de que no se le congelen.
- Ya te lo expliqué por teléfono. Giovanni va a venir. Me lo prometió. Además, sin él no podemos hacer nada- le contestó el Negro mirando hacia la esquina por dónde esperaba que llegara su amigo.
- ¿No lo conocés todavía? No va a venir - insistió-. Si la novia no lo deja venir y él le hace caso ¡Es un boludo!- rezongó el Pacu pegando dos o tres saltos cortitos, ahora con las manos en los bolsillos de la campera. El Negro se acomodó el flequillo con la mano derecha y lo miró como para contestarle pero no le salió nada. Es que en el fondo el Pacu tenía razón. A Giovanni la novia lo tenía re dominado y no iba a ser la primera vez que los dejaba plantados. Pero enseguida recordó el motivo por el cual estaban a las 8 de la mañana en la entrada de la biblioteca.
- Si no viene te juro que lo mato- exageró el Negro meneando la cabeza de un lado para el otro.
- Parece que este año va a ver un crimen menos. Ahí viene el pajero- dijo el Pacu señalando con el mentón hacia la plaza.
Giovanni cruzaba la plaza en dirección a la biblioteca. Traía puesto un sacón marrón y una bufanda le cubría el cuello y la mitad de la cara. Cortó camino pisando un cantero. Esquivó unos rosales y llegó a la vereda. Cuando cruzaba la calle, el Pacu le gritó:
- ¡Gio! ¿es cierto lo que me contó el Negro?
- Yo no dije nada- se atajó el Negro.
- No se que te habrá contado. Pero seguro que es mentira- gritó Giovanni apurando el paso.
- Mirá, yo al Negro le creo- le dijo el Pacu mientras lo abrazaba y le pegaba unas palmadas en la espalda.
- ¿Y que te dijo el cornudo este?- lo interrogó.
- Que te cepillas a la bibliotecaria.
- ¡Pero que hijo de puta que sos Negro! La vieja esa tiene más años que un terreno.
- ¿Y eso que tiene que ver?-se río el Pacu-. El Negro dice que te haces tirar la goma por la vieja a cambio de ayudarle a clasificar los libros y revistas que van llegando a la biblioteca.
- Pero no seas boludo- lo cortó Giovanni.
- Bueno, déjense de joder -intercedió el Negro-.Vamos adentro que me estoy cagando de frío- los invitó mientras abría la puerta de la biblioteca.
- ¡Adelante!- les dijo estirando el sonido de la letra a, sosteniendo la puerta con la mano izquierda, mientras con la derecha les iba tocando el culo a la pasada.
- El que toca culo pija quiere- dijo el Pacu levantando un poco la voz y llevándose por delante a Giovanni.
- ¡Cortenlá un poco, loco! Recién entramos y ya nos van a echar a la mierda. Mejor vayan a la mesa aquella - señaló Giovanni- que voy a preguntarle a la vieja en donde están los diarios.
- Ya que está preguntale también sino quiere tirarme un rato la goma a mi…. bueno, eso
si vos no te ponés celoso- le susurró al oído el Negro.
Giovanni hizo de cuenta que no escuchó nada y se fue a buscar a la bibliotecaria. El Negro y el Pacu se sentaron en una mesa de lectura. Miraban de un lado para otro, escudriñando todo. Sentían que no encajaban en un lugar así. A esa hora de la mañana la biblioteca lucía desierta, sólo había una mujer leyendo un libro en una mesa cerquita de dónde estaban ellos.
- Pacu, decime la verdad -lo miró fijo a los ojos el Negro- ¿Es la primera vez que entrás a una biblioteca? ¿No?.
- Me parece que sí. Por lo menos que yo me acuerde debe ser la primera vez- contestó el Pacu con algo de duda- Ahora, vos ¿a cuántas bibliotecas entraste hijo de puta?
- Pero que vas a comparar- contestó el Negro con tono sobrador mientras levantaba las cejas y movía la cabeza hacia atrás- cuando iba a la primaria fuimos a un viaje de estudio a Buenos Aires y nos llevaron a conocer la biblioteca del Congreso, por ejemplo.
- ¡Pero que hijo de puta que sos!- lo insultó el Pacu moviendo la cabeza de un lado para otro.
Desde donde estaban sentados se lo podía ver a Giovanni charlando animadamente con la bibliotecaria. Una cincuentona acartonada que escondía parte del rostro detrás de unos lentes culo de botella de marcos negros. Tenía siempre el pelo de color negro azabache atado. Lo sostenía con una hebilla plástica también de color oscuro. En el barrio se comentaba que la "vieja" estaba buena. Algo difícil de comprobar ya que la
ropa amplia que se ponía no dejaba ver nada. Usaba siempre pollera hasta los tobillos, blusa y esas camperitas tejidas a mano. El atuendo únicamente lo cambiaba por el delantal azul que se ponía para ir al trabajo.
- ¿Te parece que todo esto va a dar resultado? - se preguntó descreídamente y en voz alta el Pacu jugando con unos folletos de cursos de lectura que estaban sobre la mesa.
- Que se yo. No me hinches las pelotas. No empeces de nuevo- le rezongó el Negro mirándolo fijamente a los ojos-. No se si irá a funcionar pero algo hay que hacer, loco. Esta vez me parece que vamos a necesitar una ayudita del más allá. Si el domingo los putos esos nos ganan la final tenemos que desaparecer- dramatizó.
- Vos ponele que tengas razón, pero yo mucho no creo en las cábalas y todo eso, porque mejor no vamos y lo cagamos bien a trompadas y listo- sentenció convencido-. O lo amenazamos para que no juegue. Eso lo amenazamos- gritó exaltado.
- Pero no seas boludo, Pacu. El Gato Araya es un enfermo de las cábalas. Cree en todas esas cosas. Es un enfermo el tipo, un loco. Si averiguamos que mierda le pasó el día que se comió los tres goles en el clásico cuando atajaba para Centenario lo ponemos al horno.
- ¿Te parece?
- Si, te lo aseguro- le dijo el Negro mientras apoyaba el dedo índice de la mano derecha en los labios y hacía una cruz-. Te lo juro Pacu. Me contaron que el tipo quedó traumado por lo que le pasó. Estuvo como un año sin atajar hasta que lo convencieron para que volviera.
- ¿Y que le habrá pasado?, preguntó el Pacu buscando con la vista puesta en los ojos del Negro una respuesta.
- La verdad que no se. Anduve averiguando por todos lados pero nadie se acuerda de nada. Y los amigos no quieren decir una palabra. El que pudo averiguar algo fue Gio. Le dijeron que fue por una cábala y que en el diario Las Noticias salió algo ese día.
- Capaz que lo violaron el día anterior- dijo el Pacu y soltó una risotada- Y encima le gustó porque al otro día le metieron tres pepas en el orto- completó buscando complicidad con su amigo.
- No creo porque puto se hizo el día que eligió jugar para Centenario- remató el Negro antes de reírse.
- No, hablando en serio Negro: ¿qué cábala le falló al Gato Araya?
- No se, lo único que se es que el puto es bueno en el arco. ¿Viste lo que atajó el otro día?
- Si, sacó todas el hijo de puta. Si no fuera por él hubiéramos ganado fácil.
- La verdad es que yo nunca vi a un arquero atajar tanto en un solo partido. Mirá que fui muchas veces a la cancha pero nunca en mi vida vi una cosa igual.
- Increíble loco. Y eso que ya es un tipo grande. Debe andar cerca de los 40- arriesgó una cifra el Pacu.
- Por eso te digo loco hay que hacer algo ¿Sabés lo que va a hacer aguantar las gastadas? Y lo pesados e insoportables que se van a poner el Jeringa y el Topo- dijo el Negro llevándose las dos manos a la cabeza.
- No, yo pido licencia en el trabajo y me voy a la mierda- contestó el Pacu haciendo movimientos cortitos con la cabeza de un lado para el otro-. Desaparezco loco.
- Claro, vos hacés la fácil. Te podés ir pero yo no puedo, ¡la puta madre que lo parió!- rezongó el Negro golpeando la mesa con el puño cerrado de la mano derecha. El estruendo hizo que todos miraran hacia ellos. El Negro se hizo el distraído moviendo la cabeza como un limpia parabrisas buscando el origen del ruido pero nadie le creyó.
Giovanni aguardaba apoyado en el mostrador que la bibliotecaria le dijera donde estaba la colección de los diarios Las Noticias. Al escuchar el estruendo del puño contra la mesa, hizo seña moviendo la cabeza para atrás como preguntando si pasaba algo. El Negro levantó los hombros y mostró las palmas de las manos como diciendo que no pasaba nada.
- ¿Negro?
- ¿Qué querés Pacu ahora?, le respondió con fastidio el Negro.
- ¿No sentís nada?
- No, ¿qué pasa?
- Me recontra cagué.
- No… pero que hijo de puta que sos. Ahora vas a ver- lo amenazó el Negro mientras se ponía de pié arrastrando las patas de la silla para que el ruido atraiga la atención de la mujer que leía un par de mesas más allá. Cuando la mujer miró, el Negro esbozó una sonrisa y la llamó:
- Señora, señora, ¿puede venir un segundo?
- No seas hijo de puta Negro- le susurró por lo bajo el Pacu.
- Si señora, un segundo nada más. Acá el muchacho tiene una duda y le quiere hacer una pregunta.
El Pacu estaba sentado de espaldas a la mujer y no podía ver que se acercaba. Giró la cabeza y vio que venía. La cara se le transformó. Comenzó a tomar un tono rojizo mientras por lo bajo maldecía y bañaba de insultos al Negro. Cuando la mujer estaba a menos de dos metros arrugó la cara y se detuvo bruscamente. Pegó media vuelta y se volvió a su asiento sin decir nada. Cuando llegó a su lugar lo miró al Negro que todavía estaba parado y con tono muy descortés le dijo: "Que venga él y me pregunte acá". No terminó de decir eso que el Pacu estiró el pie y por debajo de la mesa le metió un puntinazo cortito en la canilla al Negro.
- Vengan vamos para la sección diarios y revistas- los interrumpió Giovanni.
Los tres juntos enfilaron hacia el fondo de la biblioteca. Se dividieron la tarea de búsqueda, la que sólo duró un par de minutos.
- Acá está. Lo encontré- le dijo el Negro al Pacu mientras sacaba el tomo del estante.
- ¡Gio vení, el Negro lo encontró!- gritó ansioso el Pacu haciéndole señas con la mano sin dejar de mirar el tomo que ya tenía entre sus manos el Negro.
- Shhhh boludo, estamos en una biblioteca- lo retó Giovanni.
- Ahhh perdón che -contestó el Pacu buscando complicidad con el Negro-. No levantemos la voz esto es un ámbito… cómo se dice… un ámbito de intelectuales.
- Pero porque no te vas a lavar el culo a la plaza- lo cargó el Pacu.
- Después si querés voy pero ahora vamos a revisar esto- le respondió Giovanni enfilando hacia la mesa de lectura.
- Negro ¿qué buscamos?- preguntó el Pacu.
- El diario del lunes 7 de julio.
- ¿Qué número dijiste?
- El lunes 7.
- Te escupí.
- Por escupidor estás acá conmigo ¡pajero!- le dijo enojado el Negro.
Giovanni dejó el tomo arriba de la mesa. A su lado se acomodaron, ansiosos, el Negro a la derecha y el Pacu a la izquierda. Los tres, parados frente a la mesa, contemplaron por unos segundos el libro. Los movimientos se parecían a los de una ceremonia religiosa. Como si estuvieran venerando un objeto místico.
- Llegó el momento tan esperado- bromeó Giovanni y se inclinó hacia la mesa. Se puso saliva en el dedo índice de su mano derecha y empezó a pasar una a una las páginas de los diarios del mes de julio de hacía 23 años. Al llegar a la edición del lunes 7 de julio vieron en la tapa una enorme foto de los jugadores de Nacional festejando el título que le acababan de ganar a Centenario.
- No puede ser, no está- gritó con bronca y cara de preocupación Giovanni.
- ¿El qué no está?- balbuceó el Pacu
- Alguien arrancó la hoja- volvió a gritar Giovanni.
- ¿Estás seguro?- preguntó el Negro.
- Si boludo, ves que salta de la 19 a la 23. Faltan las páginas 21 y 22- dijo con tono trágico Giovanni.
- Y ahora cómo vamos a saber lo que le pasó al Gato Araya ese día- dijo el Pacu desconsoladamente.
- Nunca lo van a saber- respondió una voz femenina que retumbó en los oídos de Giovanni, el Negro y el Pacu. Cuando se dieron vuelta, la vieron. Parada frente a ellos con su pollera negra hasta los tobillos y la camperita de lana.

El secuestro

Cuando me apuntaron con el revolver no entendía nada. Te juro que me cagué hasta las patas. Eran cerca de las 11 de la noche y tres tipos del tamaño de un ropero, vestidos de negro y con la cara cubierta con un pasamontañas, habían entrado a la pieza de mi hermano a buscarme.
La vieja miraba televisión en el cuarto de al lado. Por suerte el volumen estaba alto y no escuchó nada sino capaz que también se la llevaban a ella o pasaba algo peor...
Y pensar que todo fue por una cábala. Me encontraron ahí porque al otro día se jugaba la final y yo venía cumpliendo con la promesa de acostarme bien temprano. Es que la noche anterior a los octavos de final me había recostado en la cama de mi hermano a leer unos recortes del diario y me había quedado dormido. Lo que son las casualidades, me fui a ese lugar a pasar el rato porque la vieja estaba cocinando y no quería tener ese olor a comida que se pega en la ropa y deja una baranda que mama mía.
Cuando me desperté eran como las cuatro de la mañana y no me dieron ganas salir. Como ese domingo le ganamos a Sarmiento, lo adopté como cábala: acostarme vestido y bien temprano en la pieza de mi hermano José.
No vayas a creer que fue fácil convencerlo de que me dejara seguir haciendo eso. El siempre se va al sobre temprano. Se cuida el guacho, aunque pensándolo bien tampoco le cuesta mucho porque no es de salir. Dice que no le gusta la noche. Mejor porque un jugador de fútbol de su calibre se tiene que cuidar y más todavía si juega en el verde. Ese día fue a la pieza y me encontró re dormido en su cama. Me dejó y se acostó en mi pieza.
A mí me costaba demasiado cumplir con la promesa pero pensaba en la recompensa y bien valía esa especie de sacrificio. Cuando la tarde del sábado le hacía lugar a la noche yo siempre andaba vagueando por ahí. Le esquivaba la vuelta a la casa pero al final siempre volvía.
Pobre... la que no entendía nada era la vieja. Acostumbrada a que desde los 15 o 16 años no había sábado que no saliera, ahora con 28, la mama no lo podía creer que me quedara con ella un sábado a la noche. "Julito, que bicho te picó a vos... en que andarás", me decía. Yo le respondía con evasivas, no vaya a ser cosa que por contar la cábala se vaya todo el carajo, pensaba.
Como no tenía sueño, no pegaba un ojo hasta pasada la medianoche. Hasta me perdía los bailes del club pero la cuestión era estar acostado y cumplir a rajatabla con la promesa.
Por eso, cuando los tres tipos entraron yo estaba despierto pero actuaron muy rápido y no me dieron tiempo de hacer nada. Me pusieron una capucha en la cabeza y me sacaron por el patio de atrás. Sin decir una palabra me subieron a un auto y arrancaron. Por el ruido me di cuenta enseguida de que era un Falcon.
Te juro que por un momento me hice la película. Me acordé del Daniel, cuando contaba como los milicos secuestraban gente para hacerla desaparecer. Me agarró un julepe bárbaro.
Pero la verdad que lo que más lamentaba de todo era perderme la final. Después de todo el sacrificio que habíamos hecho para estar ahí, yo me la iba a perder. Te juro que era lo único que me molestaba. Si hasta los tipos que me habían secuestrado me venían tratando bien.
Como a los diez o quince minutos de andar arriba del auto, el que estaba a mi derecha me dijo que me quedara piola. Me acuerdo como si fuera ahora. Me apoyó el caño del revólver en el pecho y me gritó: "Fiera, esto es por un rato nada más, portate bien". No dije ni una palabra. Todavía no había caído. No me daba cuenta de lo que estaba pasando porque seguía pensando en ese partido que se jugaba al día siguiente.
De pronto, siento que frenamos y entramos con el auto a un garaje. Me bajaron y me metieron a una húmeda y fría pieza. Me ataron las manos y los pies. De un empujón terminé arriba de un maloliente colchón de lana que estaba tirado en el piso.
Escuché que uno de los secuestradores dijo que ahora había que esperar. Antes de que cerraran la puerta de la habitación uno se preguntó si habían hecho bien en secuestrarme, sino era mucho.
Cuando me di cuenta de que había quedado solo comencé a preguntarme por qué mierda me habían secuestrado. El bocho me iba mil tratando de buscar una respuesta a ese interrogante. Era la primera vez que vivía algo así. Cuando uno está en una situación límite es cuando mejor se conoce. Aparece el verdadero ser. Y la forma de actuar en esos momentos nos muestra una radiografía de quienes somos realmente. Ahí me di cuenta de que estaba enfermo de fútbol. Llegué a pensar que si me había llegado el momento de morir que fuera después del partido que se jugaba en las horas siguientes. Que si los tipos que me tenían secuestrados se apiadaban de mí y me concedían un deseo yo iba a elegir morir después del partido. Sea cual fuera el resultado. Si ganábamos la muerte me iba a encontrar feliz: ver al verde campeón con mi hermano en la cancha. Si perdíamos la tristeza me iba a invadir y no iba a poder soportar ese desencanto.
Con el correr de las horas me intranquilicé. Pensaba de dónde serán estos tipos que no prenden la radio. De qué planeta son que no les interesa la final que está a punto de jugarse. Las esperanzas se me estaban yendo cuando escuché el sonido inconfundible de una trasmisión deportiva por radio. No sabés el alivio que sentí. Me vino el alma al cuerpo. Si no podía estar en la cancha por lo menos lo iba a escuchar. Yo se que no tiene comparación, pero me contentaba pensando que peor era nada. El sonido que entraba por debajo de la puerta y que penetraba en la habitación me hacía el tipo más feliz del mundo.
Escuché que el relator preguntaba si los equipos estaban en el túnel y no pude dejar de imaginar el ritual de todos los domingos. Estar colgado del para-avalanchas, sostenido con los trapos, cantando y gritando por el verde tapado por los papelitos. Recibiendo al equipo como se merece. Para que los jugadores se den cuenta que uno está con ellos a muerte aunque después vayan cinco minutos y uno los empiece a putear porque no van ni para atrás. Pero ese es otro tema, lo importante es el recibimiento. Creo que ese es el momento de la hinchada cuando el partido queda en un segundo plano y todas las miradas se concentran en las tribunas.
Cuando mi equipo entró a la cancha casi se escapa un grito de aliento pero me contuve. Enseguida los jugadores de Deportivo pisaron el campo de juego. Fue ahí cuando escuché, como una si fuera una estocada, un "vamos Depo viejo nomás". No lo podía creer, si algo faltaba era que los secuestradores sean hinchas del Deportivo.
A esa altura estaba tan embalado con el partido que no me detuve a pensar en las consecuencias que podía tener ese lamentable dato que acaba de enterarme. Traté de agudizar el oído y concentrarme en el sonido de la radio.
Cuando el periodista que está en el campo de juego dio la formación del verde, que yo la sabía de memoria, sentí claramente que uno de los secuestradores murmuraba algo. Un ruido a radio pegando contra la pared hizo que la trasmisión se dejara de escuchar. Enseguida sonó un celular. Dos segundos después sentí un tropel de piernas y la puerta que se abría de par en par. Yo seguía con la capucha en la cabeza pero me di cuenta de que los tipos me estaban clavando la mirada. Seguramente con la boca abierta sin entender nada de lo que pasaba. Se hizo un silencio sepulcral. Fue en ese momento en que comencé a darme cuenta de todo y no pude contener la risa. Me brotaba a borbotones. No podía dejar de soltar carcajadas. No había dicho nada desde que me habían secuestrado y ahora me reía como para el campeonato del mundo.
- Ustedes son todos unos cabezones -les dije sin parar de reír-, en este instante mi hermano gemelo les está rompiendo el culo a esos putos de Deportivo.

21 de enero de 2010

El otro lado

El vagón de segunda clase está casi vacío. Santiago vuelve a hacer un bollo el pullover y lo coloca entre el asiento y la ventanilla. El insoportable ruido de las ruedas de acero contra los rieles y lo incómodo del lugar, hacen que no pueda pegar un ojo. El niño que le tocaba el pelo por sobre el respaldo hace dos paradas que se bajó. También lo hizo la madre, con la que había discutido cuando le pidió que le dijera al nene que no moleste más. A su lado, una persona está en otro mundo: duerme plácidamente desde hace varias horas. Lo mira de reojo, una y otra vez. Con un poco de envidia se pregunta cómo hace este tipo para dormir si hay ruido, los asientos son duros y, encima, no se reclinan. Por suerte, no hay nadie sentado enfrente entonces puede estirar las piernas y recostarse sobre la ventanilla para conciliar el sueño. En eso estaba Santiago cuando su mente retrocedió 15 años, al instante mismo en que Gutierrez se eleva delante suyo y queda ahí, suspendido para siempre para toda la eternidad. De pronto como en un flash aparece en primer plano, redonda, toda embarrada. Está a punto de ser impactada por el botín derecho del Turco Alí. Sale despedida y en cámara lenta va girando sobre su eje. Desparrama gotas de barro. Va en un viaje sin retorno al encuentro con Gutierrez, que permanece en el aire, esperando que llegue. En un solo movimiento Gutierrez arquea el cuerpo, mira el centro de la cancha y vuelve a mirar el arco. "Nooo...nooo...", balbucea Santiago entredormido. Tiene los ojos cerrados pero ve, recuerda cada detalle. Se le nota en cada gesto. Y como esa tarde, ahora quiere que no sea cierto. Cierra las manos y aprieta los puños y los dientes, en un acto consciente de saber lo que va a pasar. Quiere saltar pero no puede. Está estaqueado al piso. Se ayuda con las manos, pero es imposible por más que lo intente. Pone excusas. Le echa la culpa a la lluvia que hizo del área un barrial. Una transpiración fría le recorre el cuerpo. Se da cuenta de lo que viene. Piensa en el Señor y todos sus Santos. Maldice una y otra vez pero sabe que por más que rece o le pida a Dios que no sea, el final ya lo conoce. La pelota choca con el parietal izquierdo de Gutierrez. El barro, pegado al cuero, se desprende en un concierto de múltiples gotitas. Gutierrez continua en el aire y los gajos de la número 5 quedan dibujados en la cien y el ojo izquierdo. El esfuerzo del gordo Maduranga parece inútil. Y por más que Santiago quiera hacer trampa en el sueño, el arquero no va a llegar nunca, simplemente porque ese día no llegó a sacar esa pelota que se le metió esquinada contra el palo izquierdo. Y porque tal cual lo reflejó el lunes la Voz del Este, Gutierrez saltó, increíblemente, sólo. Los jugadores de Centenario, con Santiago incluido, se quedaron como estaqueados mirando como el delantero cabeceaba al gol. Mientras Gutierrez, después de cabecear, comienza a descender el sueño se congela. Para la mente y el recuerdo de Santiago, el delantero permanece ahí arriba, levitando por sobre la cabeza de todos. Esa tarde Santiago sufrió la derrota como ninguno. La impotencia y la bronca le habían hecho derramar las primeras lágrimas por una derrota que no tiene consuelo. El pitazo del árbitro marcando el final del partido coincide con el sonido del tren que anuncia la llegada a la estación. El corazón de Santiago late muy rápido, casi a punto de estallar. Tiene los ojos húmedos y las lágrimas le surcan los pómulos. Aferrado a la cuerina del asiento se despierta. Mira de reojo y ve que el tipo sentado a su lado todavía duerme. Lo mira bien y le descubre una sonrisa dibujada en la cara. Ahí se da cuenta: es Gutierrez que está soñando.