Cuando Gonzalo Gutierrez subió al tren una extraña sensación le recorrió todo el cuerpo, desde la punta del pie hasta el último pelo de la cabeza. Si alguien, en ese momento, le preguntaba que le pasaba era más que seguro que no iba a tener una explicación razonable para dar. Pero lo que Gonzalo experimentó era un simple presentimiento porque ese lugar le parecía extraño y familiar a la vez. Hacía años que no viajaba en tren y le echó la culpa a eso.Recorrió el vagón de segunda clase hasta encontrar el asiento que le indicaba su boleto. Cuando vio que le había tocado el lado del pasillo no pudo evitar pensar en lo largo del viaje que le esperaba. A su lado una persona parecía dormir con la cabeza apoyada contra la amplia ventanilla y las piernas arriba del asiento de enfrente.Gonzalo no se hizo mucho problema. Se acomodó como pudo entre el apoya brazos, el asiento y el pequeño bolso que llevaba. En esa posición se durmió profundamente sin importarle nada de lo que pasaba a su alrededor. Como a las tres horas se despertó. Ya había amanecido y todavía le quedaba un largo rato arriba de ese tren. Miró por la ventanilla hacia la nada, como buscando algo que le haga pasar el tiempo.La imagen que proyectaban sus ojos era monótona. Los postes de la línea de teléfono pasaban muy rápido, uno detrás de otro, en una secuencia casi infinita. Más allá, campos sembrados y un poco más arriba se divisaba el cielo gris, encapotado.Unas gotas de lluvia pegadas contra el vidrio y el verde de una alfalfa que crecía en un potrero le dispararon la mente. Cerró los ojos e imaginó lo que más le gusta en el mundo: jugar al fútbol un día de lluvia. Es que Gonzalo futbolista había revivido como jugador y sobretodo como goleador una tarde lluviosa. Desde ese momento disfrutaba mucho más un partido cuando caía una llovizna que mojaba el césped. Le gusta correr y que las gotas le castiguen el cuerpo. Le encanta tirarse al piso para resbalar sobre el pasto húmedo en la disputa de un balón. En la tarde del renacimiento la lluvia había comenzado a caer ni bien arrancó el segundo tiempo de la final. Gonzalo venía jugando bien pero seguía sin cumplir con la misión que tenía adentro de una cancha: el gol. Porque Gonzalo había nacido para meter goles. Pero ahora se estaba convirtiendo en un goleador que no hacía goles. Durante el partido había tenido dos chances pero Santiago Rodríguez, su marcador en toda la tarde, lo había evitado, con dos salvadas casi milagrosas sobre la línea.Llevaba siete partidos sin gritar un gol. Para ser más exactos seiscientos sesenta y cuatro minutos. Una sequía muy larga para un goleador. Encima el último había sido de penal. Para encontrar uno de jugada había que remontarse al campeonato anterior. En la última fecha, habían sido dos seguidos cuando el equipo ya no jugaba por nada. Por eso cuando el árbitro pitó una infracción a menos de un minuto del final no dudó: ésta es la mía, se juró. No le importó que su marcador, el férreo Rodríguez, se le adosara como un papel secante. Mientras buscaba su lugar en el corazón del área, miró el cielo gris. Las gotas caían pesadamente sobre su cara. Cuando bajó la vista, sintió una recarga de optimismo.Sabía que la pelota iba a venir con mucha rosca, como saliendo del área. El Turco Alí tiraba los centros al punto penal y había que ir a buscarlos ahí. Gonzalo tomó impulso con las dos manos y fue al encuentro de la pelota. Las piernas se parecieron a dos enormes resortes. Se elevó por encima de Rodríguez y la vio venir. Como si tuviera alas o una extraña fuerza antigravedad lo sostuviera en el aire, vio como rivales y compañeros comenzaban a descender. Arqueó el cuerpo y le metió el parietal izquierdo casi con bronca. Todavía en el cielo alcanzó a ver como el arquero de Centenario volaba hacia donde iba el cabezazo. Si bien, el gordo Maduranga se estiró cuan largo no pudo evitar el destino de gol que lleva esa pelota.Mientras la red se sacude, Gonzalo sigue arriba de todos, mirándolos desde un altar.Ahora, como esa tarde, lo invade la felicidad y la piel se le eriza. Pero se siente perturbado por una mirada húmeda que todavía no ve y que viene del tipo que está sentado al lado. Dos ojos, como si fueran espadas, los siente clavados en la sonrisa que tiene dibujada en la cara. Levanta los párpados y no puede discernir, le cuesta darse cuenta. Es que la imagen que tiene frente a sus ojos es la misma que la de 15 años atrás: la incrédula cara de Santiago Rodríguez.
Pabloc
12 de septiembre de 2007
Increíble pero real, tan real como el dolor que sentí ese día
Yo era un discreto jugador de fútbol. Comencé en un potrero y en un potrero terminé. Cada vez que jugué siempre lo hice mal entrenado.
Era diestro y mi pierna izquierda la usaba sólo para caminar o apoyarme porque siempre es bueno tener un palenque donde rascarse. Si alguna vez llegue a jugar fue porque tenía esa rara habilidad que tienen los delanteros oportunos para estar en el lugar y el momento justo, o sea que lo mío, como dicen en el tablón, era ubicación y una pizca, importante por supuesto, de culo u orto como quieran.
Mi carrera como futbolista no pintaba para fracaso, pero a pesar de que insistía e insistía no había jugado en ningún club.
Cuando tenía 17 años y mejor estaba entrenado, el destino puso piedras en mi camino, aunque mejor dicho fueron más que piedras...
Una mañana de sábado, en el potrero de siempre atrás de la municipalidad, vino un pelotazo a la punta izquierda. Llegué antes que todos, levante la cabeza, vi que entraba un compañero por el medio del área. Como no tengo zurda, el recurso del chanfle con la cara externa del pie derecho, o el famoso tres dedos, era la solución para tirar el centro. Todo un gesto de repentización.
Pero no fueron ni tres, ni dos los dedos que impactaron la pelota sino que fue uno solito. Los otros dos, por alguna extraña razón para mi aunque no para la física, se habían frenado debajo de los yuyos. A pesar de todo esto, el centro alcanzó para que un compañero mío entrara sólo y definiera el partido. Pero esto último me lo tuvieron que contar.¿Que había pasado? ¿Por qué me tuvieron que contar el gol? La explicación la encontré camino al hospital.
Al potrero, en donde siempre jugábamos, lo estaba matando la civilización. El avance despiadado y sin control del hombre sobre la madre naturaleza. La construcción de una casa en uno de los vértices se había demorado un tiempo y los yuyos habían escondido los cimientos de lo que sería la futura vivienda. Cimientos que no vi pero sabía que estaban ahí abajo. Cimientos que me provocaron la luxación de dos dedos del pie derecho. Si luxación de dos dedos.
Mi corta etapa como futbolista se había terminado, queda el único consuelo de que a más de ocho años de esa trágica mañana, el potrero se resiste a desaparecer. Todavía se pueden ver a un grupo de chicos todas las tardes jugar un picadito en ese inolvidable lugar.
La casa, aún no la pudieron terminar. Las paredes, apenas levantadas sobre los malditos cimientos, juegan como puntero izquierdo o marcador de punta derecho, según para donde rebote la pelota.
Pabloc
Diciembre del ´96
Era diestro y mi pierna izquierda la usaba sólo para caminar o apoyarme porque siempre es bueno tener un palenque donde rascarse. Si alguna vez llegue a jugar fue porque tenía esa rara habilidad que tienen los delanteros oportunos para estar en el lugar y el momento justo, o sea que lo mío, como dicen en el tablón, era ubicación y una pizca, importante por supuesto, de culo u orto como quieran.
Mi carrera como futbolista no pintaba para fracaso, pero a pesar de que insistía e insistía no había jugado en ningún club.
Cuando tenía 17 años y mejor estaba entrenado, el destino puso piedras en mi camino, aunque mejor dicho fueron más que piedras...
Una mañana de sábado, en el potrero de siempre atrás de la municipalidad, vino un pelotazo a la punta izquierda. Llegué antes que todos, levante la cabeza, vi que entraba un compañero por el medio del área. Como no tengo zurda, el recurso del chanfle con la cara externa del pie derecho, o el famoso tres dedos, era la solución para tirar el centro. Todo un gesto de repentización.
Pero no fueron ni tres, ni dos los dedos que impactaron la pelota sino que fue uno solito. Los otros dos, por alguna extraña razón para mi aunque no para la física, se habían frenado debajo de los yuyos. A pesar de todo esto, el centro alcanzó para que un compañero mío entrara sólo y definiera el partido. Pero esto último me lo tuvieron que contar.¿Que había pasado? ¿Por qué me tuvieron que contar el gol? La explicación la encontré camino al hospital.
Al potrero, en donde siempre jugábamos, lo estaba matando la civilización. El avance despiadado y sin control del hombre sobre la madre naturaleza. La construcción de una casa en uno de los vértices se había demorado un tiempo y los yuyos habían escondido los cimientos de lo que sería la futura vivienda. Cimientos que no vi pero sabía que estaban ahí abajo. Cimientos que me provocaron la luxación de dos dedos del pie derecho. Si luxación de dos dedos.
Mi corta etapa como futbolista se había terminado, queda el único consuelo de que a más de ocho años de esa trágica mañana, el potrero se resiste a desaparecer. Todavía se pueden ver a un grupo de chicos todas las tardes jugar un picadito en ese inolvidable lugar.
La casa, aún no la pudieron terminar. Las paredes, apenas levantadas sobre los malditos cimientos, juegan como puntero izquierdo o marcador de punta derecho, según para donde rebote la pelota.
Pabloc
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