12 de septiembre de 2007

El otro lado II

Cuando Gonzalo Gutierrez subió al tren una extraña sensación le recorrió todo el cuerpo, desde la punta del pie hasta el último pelo de la cabeza. Si alguien, en ese momento, le preguntaba que le pasaba era más que seguro que no iba a tener una explicación razonable para dar. Pero lo que Gonzalo experimentó era un simple presentimiento porque ese lugar le parecía extraño y familiar a la vez. Hacía años que no viajaba en tren y le echó la culpa a eso.Recorrió el vagón de segunda clase hasta encontrar el asiento que le indicaba su boleto. Cuando vio que le había tocado el lado del pasillo no pudo evitar pensar en lo largo del viaje que le esperaba. A su lado una persona parecía dormir con la cabeza apoyada contra la amplia ventanilla y las piernas arriba del asiento de enfrente.Gonzalo no se hizo mucho problema. Se acomodó como pudo entre el apoya brazos, el asiento y el pequeño bolso que llevaba. En esa posición se durmió profundamente sin importarle nada de lo que pasaba a su alrededor. Como a las tres horas se despertó. Ya había amanecido y todavía le quedaba un largo rato arriba de ese tren. Miró por la ventanilla hacia la nada, como buscando algo que le haga pasar el tiempo.La imagen que proyectaban sus ojos era monótona. Los postes de la línea de teléfono pasaban muy rápido, uno detrás de otro, en una secuencia casi infinita. Más allá, campos sembrados y un poco más arriba se divisaba el cielo gris, encapotado.Unas gotas de lluvia pegadas contra el vidrio y el verde de una alfalfa que crecía en un potrero le dispararon la mente. Cerró los ojos e imaginó lo que más le gusta en el mundo: jugar al fútbol un día de lluvia. Es que Gonzalo futbolista había revivido como jugador y sobretodo como goleador una tarde lluviosa. Desde ese momento disfrutaba mucho más un partido cuando caía una llovizna que mojaba el césped. Le gusta correr y que las gotas le castiguen el cuerpo. Le encanta tirarse al piso para resbalar sobre el pasto húmedo en la disputa de un balón. En la tarde del renacimiento la lluvia había comenzado a caer ni bien arrancó el segundo tiempo de la final. Gonzalo venía jugando bien pero seguía sin cumplir con la misión que tenía adentro de una cancha: el gol. Porque Gonzalo había nacido para meter goles. Pero ahora se estaba convirtiendo en un goleador que no hacía goles. Durante el partido había tenido dos chances pero Santiago Rodríguez, su marcador en toda la tarde, lo había evitado, con dos salvadas casi milagrosas sobre la línea.Llevaba siete partidos sin gritar un gol. Para ser más exactos seiscientos sesenta y cuatro minutos. Una sequía muy larga para un goleador. Encima el último había sido de penal. Para encontrar uno de jugada había que remontarse al campeonato anterior. En la última fecha, habían sido dos seguidos cuando el equipo ya no jugaba por nada. Por eso cuando el árbitro pitó una infracción a menos de un minuto del final no dudó: ésta es la mía, se juró. No le importó que su marcador, el férreo Rodríguez, se le adosara como un papel secante. Mientras buscaba su lugar en el corazón del área, miró el cielo gris. Las gotas caían pesadamente sobre su cara. Cuando bajó la vista, sintió una recarga de optimismo.Sabía que la pelota iba a venir con mucha rosca, como saliendo del área. El Turco Alí tiraba los centros al punto penal y había que ir a buscarlos ahí. Gonzalo tomó impulso con las dos manos y fue al encuentro de la pelota. Las piernas se parecieron a dos enormes resortes. Se elevó por encima de Rodríguez y la vio venir. Como si tuviera alas o una extraña fuerza antigravedad lo sostuviera en el aire, vio como rivales y compañeros comenzaban a descender. Arqueó el cuerpo y le metió el parietal izquierdo casi con bronca. Todavía en el cielo alcanzó a ver como el arquero de Centenario volaba hacia donde iba el cabezazo. Si bien, el gordo Maduranga se estiró cuan largo no pudo evitar el destino de gol que lleva esa pelota.Mientras la red se sacude, Gonzalo sigue arriba de todos, mirándolos desde un altar.Ahora, como esa tarde, lo invade la felicidad y la piel se le eriza. Pero se siente perturbado por una mirada húmeda que todavía no ve y que viene del tipo que está sentado al lado. Dos ojos, como si fueran espadas, los siente clavados en la sonrisa que tiene dibujada en la cara. Levanta los párpados y no puede discernir, le cuesta darse cuenta. Es que la imagen que tiene frente a sus ojos es la misma que la de 15 años atrás: la incrédula cara de Santiago Rodríguez.

Pabloc

No hay comentarios: