Un tano sentado en el asiento de al lado hace dos cosas a vez: viaja y trabaja. Es el estereotipo del italiano. Derrocha elegancia con un toque de soberbia por donde se lo mire. Pelo corto un poco parado por un “efecto mojado”; pantalón negro de vestir con finas rayas blancas de tela de este país; impecable camisa blanca y, por supuesto, zapatos italianos que brillan hasta en la oscuridad. Usa unos pequeños lentes para ver los apuntes y tipiar en su computadora portátil que apoya en una mesa.
Viaja de Brescia a Venecia en un tren del estado que partió a horario y llegará a la hora prevista por la empresa estatal Trenitalia. Nadie más lo mira. Nadie lo molesta.
Partí de Bergamo muy temprano. En Brescia cambié de tren y la bella Venecia es mi destino.
El vagón de segunda clase luce impecable y todo funciona de maravillas. Pero a pesar de esta pequeña muestra de eficiencia, lujo, ostentación y de primer mundo me aclaran que hoy Italia, dentro de Europa, es el tercer mundo. Es que los trenes y también otros servicios públicos funcionan pero no tan bien como en otros países de la Unión Europea, llámese Francia, Inglaterra, Alemania y Suiza. Hasta España tiene, por ejemplo, mejores trenes.
Estamos en la Italia rica, la del norte. La tierra que tiene aires separatistas, la que en el fondo quiere ser un país a parte. No ser más Italia y formar algo que llaman Liga Norte (Lega Nord); para tener –dicen-, el Producto Bruto Interno (PBI) más alto de Europa.
Pero también esta parte de la bota es la tierra que más discrimina al inmigrante. La que reniega de su propio sur pobre y tantas veces postergado.
Por la ventanilla se ve el agua azulada del Adriático. También unos barquitos, de varios tamaños, que van a la par del tren como corriendo una carrera a ver quién llega primero. Una voz avisa que se aproxima la estación Venecia Santa Lucia. La tranquilidad del viaje se altera. Es un mundo de gente. La inmensa mayoría son turistas que, como hormigas, salen disparados hacia el puente que cruza uno de los canales principales de la ciudad.
Antes de cruzar miro bien y sólo veo gente y embarcaciones de las más variadas. Busco con la vista y no encuentro ninguno. Después de caminar un buen rato se confirma la sorpresa: en Venecia no hay autos.
Por el Gran Canal van y vienen los vaporetos; el transporte público que los venecianos utilizan igual que nosotros el colectivo.
“Si vas a Venecia perdete”. Es el consejo que sigo. Huyo de los turistas y me pierdo por las calles de la ciudad de los canales. Me pierdo para encontrar y descubrir los secretos de un lugar soñado. Venecia es como en las películas. Parece un gran estudio de cine. Es increíble. Está todo armado, montado para el gozo de los sentidos.
Las más de 100 islas que forman la metrópoli están unidas por puentecitos que son una delicia para la vista.
Abro los ojos bien grandes para poder contemplar tanta belleza. No quiero ni pestañar por miedo a perderme algo.
Las callecitas angostas, las manzanas de todas las medidas. Edificios iguales pero distintos en los detalles y colores. La ciudad de los canales se deja descubrir en cada esquina que también es un puente. El agua aparece por todos lados con su olor y su color.
No tardo mucho en darme cuenta de que en Venecia uno no se puede perder. En cada esquina un cartel con su flecha indica la dirección hacia donde queda la Plaza de San Marcos o el puente del Rialto, dos de los sitios más visitados de la ciudad.
A cada paso los gondoleros y sus góndolas aguardan, pacientes, que algún turista con dinero contrate sus servicios. Para que esa parejita de enamorados cumpla el sueño de pasear en góndola por Venecia. Claro que para dar una vuelta de 20 minutos tendrán que poner unos 100 euros.
Viaja de Brescia a Venecia en un tren del estado que partió a horario y llegará a la hora prevista por la empresa estatal Trenitalia. Nadie más lo mira. Nadie lo molesta.
Partí de Bergamo muy temprano. En Brescia cambié de tren y la bella Venecia es mi destino.
El vagón de segunda clase luce impecable y todo funciona de maravillas. Pero a pesar de esta pequeña muestra de eficiencia, lujo, ostentación y de primer mundo me aclaran que hoy Italia, dentro de Europa, es el tercer mundo. Es que los trenes y también otros servicios públicos funcionan pero no tan bien como en otros países de la Unión Europea, llámese Francia, Inglaterra, Alemania y Suiza. Hasta España tiene, por ejemplo, mejores trenes.
Estamos en la Italia rica, la del norte. La tierra que tiene aires separatistas, la que en el fondo quiere ser un país a parte. No ser más Italia y formar algo que llaman Liga Norte (Lega Nord); para tener –dicen-, el Producto Bruto Interno (PBI) más alto de Europa.
Pero también esta parte de la bota es la tierra que más discrimina al inmigrante. La que reniega de su propio sur pobre y tantas veces postergado.
Por la ventanilla se ve el agua azulada del Adriático. También unos barquitos, de varios tamaños, que van a la par del tren como corriendo una carrera a ver quién llega primero. Una voz avisa que se aproxima la estación Venecia Santa Lucia. La tranquilidad del viaje se altera. Es un mundo de gente. La inmensa mayoría son turistas que, como hormigas, salen disparados hacia el puente que cruza uno de los canales principales de la ciudad.
Antes de cruzar miro bien y sólo veo gente y embarcaciones de las más variadas. Busco con la vista y no encuentro ninguno. Después de caminar un buen rato se confirma la sorpresa: en Venecia no hay autos.
Por el Gran Canal van y vienen los vaporetos; el transporte público que los venecianos utilizan igual que nosotros el colectivo.
“Si vas a Venecia perdete”. Es el consejo que sigo. Huyo de los turistas y me pierdo por las calles de la ciudad de los canales. Me pierdo para encontrar y descubrir los secretos de un lugar soñado. Venecia es como en las películas. Parece un gran estudio de cine. Es increíble. Está todo armado, montado para el gozo de los sentidos.
Las más de 100 islas que forman la metrópoli están unidas por puentecitos que son una delicia para la vista.
Abro los ojos bien grandes para poder contemplar tanta belleza. No quiero ni pestañar por miedo a perderme algo.
Las callecitas angostas, las manzanas de todas las medidas. Edificios iguales pero distintos en los detalles y colores. La ciudad de los canales se deja descubrir en cada esquina que también es un puente. El agua aparece por todos lados con su olor y su color.
No tardo mucho en darme cuenta de que en Venecia uno no se puede perder. En cada esquina un cartel con su flecha indica la dirección hacia donde queda la Plaza de San Marcos o el puente del Rialto, dos de los sitios más visitados de la ciudad.
A cada paso los gondoleros y sus góndolas aguardan, pacientes, que algún turista con dinero contrate sus servicios. Para que esa parejita de enamorados cumpla el sueño de pasear en góndola por Venecia. Claro que para dar una vuelta de 20 minutos tendrán que poner unos 100 euros.
Llego a la Piazza San Marcos cerca del mediodía. El inmenso rectángulo atesta de turistas y palomas. El sol enciende los mosaicos bizantinos de la Basílica de San Marcos. El oro incrustado en forma de figuras le da brillo al frente. Cuatro caballos negros se destacan en lo alto.
Camino hacia el mar esquivando, en su gran mayoría, alemanes y japoneses. A la vuelta de la plaza está el famoso Puente de los Suspiros donde todos quieren sacarse una foto. Claro que esta vez se quedarán (también yo) con las ganas. El puente no se ve. Como la mayoría de los edificios históricos de Italia está siendo restaurado. Unos grandes carteles celestes con nubes blancas tapan la construcción que une la famosa prisión con el palacio de los Dux. Una leyenda dice que momentáneamente esto es “el cielo de los suspiros”.
Cansado de caminar me detengo frente al mar. Los gondoleros van y vienen en un recorrido interminable y que, calculo, deben estar cansados de hacer: pasean turistas por debajo de ese cielo artificial.
Sentado en una escalera que desciende hasta el agua que baña las derruidas paredes descubro que Venecia es esto y será por siempre esto. La ciudad no puede crecer para ningún lado más. No puede avanzar. Es una ciudad a la defensiva. El veneciano convive con la amenaza de la inundación que lo quiere sepultar todo.
De vuelta a la estación del tren me choco con un aroma conocido. A un costado, un grupo de turistas hace una ronda frente a un comercio. Comen pizza, de las más variadas, al paso.
Ya de regreso a Bergamo y sentado en el vagón de segunda clase pienso en lo que viene. El viaje seguirá por Florencia, Perugia, Siena, Roma, Nápoles… pero eso será más adelante. Ahora necesito una curandera. Tengo los ojos empachados de tanta Venecia.
Pabloc
Camino hacia el mar esquivando, en su gran mayoría, alemanes y japoneses. A la vuelta de la plaza está el famoso Puente de los Suspiros donde todos quieren sacarse una foto. Claro que esta vez se quedarán (también yo) con las ganas. El puente no se ve. Como la mayoría de los edificios históricos de Italia está siendo restaurado. Unos grandes carteles celestes con nubes blancas tapan la construcción que une la famosa prisión con el palacio de los Dux. Una leyenda dice que momentáneamente esto es “el cielo de los suspiros”.
Cansado de caminar me detengo frente al mar. Los gondoleros van y vienen en un recorrido interminable y que, calculo, deben estar cansados de hacer: pasean turistas por debajo de ese cielo artificial.
Sentado en una escalera que desciende hasta el agua que baña las derruidas paredes descubro que Venecia es esto y será por siempre esto. La ciudad no puede crecer para ningún lado más. No puede avanzar. Es una ciudad a la defensiva. El veneciano convive con la amenaza de la inundación que lo quiere sepultar todo.
De vuelta a la estación del tren me choco con un aroma conocido. A un costado, un grupo de turistas hace una ronda frente a un comercio. Comen pizza, de las más variadas, al paso.
Ya de regreso a Bergamo y sentado en el vagón de segunda clase pienso en lo que viene. El viaje seguirá por Florencia, Perugia, Siena, Roma, Nápoles… pero eso será más adelante. Ahora necesito una curandera. Tengo los ojos empachados de tanta Venecia.
Pabloc
Octubre 2008
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