21 de enero de 2010
El otro lado
El vagón de segunda clase está casi vacío. Santiago vuelve a hacer un bollo el pullover y lo coloca entre el asiento y la ventanilla. El insoportable ruido de las ruedas de acero contra los rieles y lo incómodo del lugar, hacen que no pueda pegar un ojo. El niño que le tocaba el pelo por sobre el respaldo hace dos paradas que se bajó. También lo hizo la madre, con la que había discutido cuando le pidió que le dijera al nene que no moleste más.
A su lado, una persona está en otro mundo: duerme plácidamente desde hace varias horas. Lo mira de reojo, una y otra vez. Con un poco de envidia se pregunta cómo hace este tipo para dormir si hay ruido, los asientos son duros y, encima, no se reclinan.
Por suerte, no hay nadie sentado enfrente entonces puede estirar las piernas y recostarse sobre la ventanilla para conciliar el sueño. En eso estaba Santiago cuando su mente retrocedió 15 años, al instante mismo en que Gutierrez se eleva delante suyo y queda ahí, suspendido para siempre para toda la eternidad.
De pronto como en un flash aparece en primer plano, redonda, toda embarrada. Está a punto de ser impactada por el botín derecho del Turco Alí. Sale despedida y en cámara lenta va girando sobre su eje. Desparrama gotas de barro. Va en un viaje sin retorno al encuentro con Gutierrez, que permanece en el aire, esperando que llegue. En un solo movimiento Gutierrez arquea el cuerpo, mira el centro de la cancha y vuelve a mirar el arco. "Nooo...nooo...", balbucea Santiago entredormido. Tiene los ojos cerrados pero ve, recuerda cada detalle. Se le nota en cada gesto. Y como esa tarde, ahora quiere que no sea cierto. Cierra las manos y aprieta los puños y los dientes, en un acto consciente de saber lo que va a pasar. Quiere saltar pero no puede. Está estaqueado al piso. Se ayuda con las manos, pero es imposible por más que lo intente. Pone excusas. Le echa la culpa a la lluvia que hizo del área un barrial.
Una transpiración fría le recorre el cuerpo. Se da cuenta de lo que viene. Piensa en el Señor y todos sus Santos. Maldice una y otra vez pero sabe que por más que rece o le pida a Dios que no sea, el final ya lo conoce.
La pelota choca con el parietal izquierdo de Gutierrez. El barro, pegado al cuero, se desprende en un concierto de múltiples gotitas. Gutierrez continua en el aire y los gajos de la número 5 quedan dibujados en la cien y el ojo izquierdo. El esfuerzo del gordo Maduranga parece inútil. Y por más que Santiago quiera hacer trampa en el sueño, el arquero no va a llegar nunca, simplemente porque ese día no llegó a sacar esa pelota que se le metió esquinada contra el palo izquierdo. Y porque tal cual lo reflejó el lunes la Voz del Este, Gutierrez saltó, increíblemente, sólo. Los jugadores de Centenario, con Santiago incluido, se quedaron como estaqueados mirando como el delantero cabeceaba al gol.
Mientras Gutierrez, después de cabecear, comienza a descender el sueño se congela. Para la mente y el recuerdo de Santiago, el delantero permanece ahí arriba, levitando por sobre la cabeza de todos.
Esa tarde Santiago sufrió la derrota como ninguno. La impotencia y la bronca le habían hecho derramar las primeras lágrimas por una derrota que no tiene consuelo.
El pitazo del árbitro marcando el final del partido coincide con el sonido del tren que anuncia la llegada a la estación. El corazón de Santiago late muy rápido, casi a punto de estallar. Tiene los ojos húmedos y las lágrimas le surcan los pómulos. Aferrado a la cuerina del asiento se despierta. Mira de reojo y ve que el tipo sentado a su lado todavía duerme. Lo mira bien y le descubre una sonrisa dibujada en la cara. Ahí se da cuenta: es Gutierrez que está soñando.
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