22 de enero de 2010

El secuestro

Cuando me apuntaron con el revolver no entendía nada. Te juro que me cagué hasta las patas. Eran cerca de las 11 de la noche y tres tipos del tamaño de un ropero, vestidos de negro y con la cara cubierta con un pasamontañas, habían entrado a la pieza de mi hermano a buscarme.
La vieja miraba televisión en el cuarto de al lado. Por suerte el volumen estaba alto y no escuchó nada sino capaz que también se la llevaban a ella o pasaba algo peor...
Y pensar que todo fue por una cábala. Me encontraron ahí porque al otro día se jugaba la final y yo venía cumpliendo con la promesa de acostarme bien temprano. Es que la noche anterior a los octavos de final me había recostado en la cama de mi hermano a leer unos recortes del diario y me había quedado dormido. Lo que son las casualidades, me fui a ese lugar a pasar el rato porque la vieja estaba cocinando y no quería tener ese olor a comida que se pega en la ropa y deja una baranda que mama mía.
Cuando me desperté eran como las cuatro de la mañana y no me dieron ganas salir. Como ese domingo le ganamos a Sarmiento, lo adopté como cábala: acostarme vestido y bien temprano en la pieza de mi hermano José.
No vayas a creer que fue fácil convencerlo de que me dejara seguir haciendo eso. El siempre se va al sobre temprano. Se cuida el guacho, aunque pensándolo bien tampoco le cuesta mucho porque no es de salir. Dice que no le gusta la noche. Mejor porque un jugador de fútbol de su calibre se tiene que cuidar y más todavía si juega en el verde. Ese día fue a la pieza y me encontró re dormido en su cama. Me dejó y se acostó en mi pieza.
A mí me costaba demasiado cumplir con la promesa pero pensaba en la recompensa y bien valía esa especie de sacrificio. Cuando la tarde del sábado le hacía lugar a la noche yo siempre andaba vagueando por ahí. Le esquivaba la vuelta a la casa pero al final siempre volvía.
Pobre... la que no entendía nada era la vieja. Acostumbrada a que desde los 15 o 16 años no había sábado que no saliera, ahora con 28, la mama no lo podía creer que me quedara con ella un sábado a la noche. "Julito, que bicho te picó a vos... en que andarás", me decía. Yo le respondía con evasivas, no vaya a ser cosa que por contar la cábala se vaya todo el carajo, pensaba.
Como no tenía sueño, no pegaba un ojo hasta pasada la medianoche. Hasta me perdía los bailes del club pero la cuestión era estar acostado y cumplir a rajatabla con la promesa.
Por eso, cuando los tres tipos entraron yo estaba despierto pero actuaron muy rápido y no me dieron tiempo de hacer nada. Me pusieron una capucha en la cabeza y me sacaron por el patio de atrás. Sin decir una palabra me subieron a un auto y arrancaron. Por el ruido me di cuenta enseguida de que era un Falcon.
Te juro que por un momento me hice la película. Me acordé del Daniel, cuando contaba como los milicos secuestraban gente para hacerla desaparecer. Me agarró un julepe bárbaro.
Pero la verdad que lo que más lamentaba de todo era perderme la final. Después de todo el sacrificio que habíamos hecho para estar ahí, yo me la iba a perder. Te juro que era lo único que me molestaba. Si hasta los tipos que me habían secuestrado me venían tratando bien.
Como a los diez o quince minutos de andar arriba del auto, el que estaba a mi derecha me dijo que me quedara piola. Me acuerdo como si fuera ahora. Me apoyó el caño del revólver en el pecho y me gritó: "Fiera, esto es por un rato nada más, portate bien". No dije ni una palabra. Todavía no había caído. No me daba cuenta de lo que estaba pasando porque seguía pensando en ese partido que se jugaba al día siguiente.
De pronto, siento que frenamos y entramos con el auto a un garaje. Me bajaron y me metieron a una húmeda y fría pieza. Me ataron las manos y los pies. De un empujón terminé arriba de un maloliente colchón de lana que estaba tirado en el piso.
Escuché que uno de los secuestradores dijo que ahora había que esperar. Antes de que cerraran la puerta de la habitación uno se preguntó si habían hecho bien en secuestrarme, sino era mucho.
Cuando me di cuenta de que había quedado solo comencé a preguntarme por qué mierda me habían secuestrado. El bocho me iba mil tratando de buscar una respuesta a ese interrogante. Era la primera vez que vivía algo así. Cuando uno está en una situación límite es cuando mejor se conoce. Aparece el verdadero ser. Y la forma de actuar en esos momentos nos muestra una radiografía de quienes somos realmente. Ahí me di cuenta de que estaba enfermo de fútbol. Llegué a pensar que si me había llegado el momento de morir que fuera después del partido que se jugaba en las horas siguientes. Que si los tipos que me tenían secuestrados se apiadaban de mí y me concedían un deseo yo iba a elegir morir después del partido. Sea cual fuera el resultado. Si ganábamos la muerte me iba a encontrar feliz: ver al verde campeón con mi hermano en la cancha. Si perdíamos la tristeza me iba a invadir y no iba a poder soportar ese desencanto.
Con el correr de las horas me intranquilicé. Pensaba de dónde serán estos tipos que no prenden la radio. De qué planeta son que no les interesa la final que está a punto de jugarse. Las esperanzas se me estaban yendo cuando escuché el sonido inconfundible de una trasmisión deportiva por radio. No sabés el alivio que sentí. Me vino el alma al cuerpo. Si no podía estar en la cancha por lo menos lo iba a escuchar. Yo se que no tiene comparación, pero me contentaba pensando que peor era nada. El sonido que entraba por debajo de la puerta y que penetraba en la habitación me hacía el tipo más feliz del mundo.
Escuché que el relator preguntaba si los equipos estaban en el túnel y no pude dejar de imaginar el ritual de todos los domingos. Estar colgado del para-avalanchas, sostenido con los trapos, cantando y gritando por el verde tapado por los papelitos. Recibiendo al equipo como se merece. Para que los jugadores se den cuenta que uno está con ellos a muerte aunque después vayan cinco minutos y uno los empiece a putear porque no van ni para atrás. Pero ese es otro tema, lo importante es el recibimiento. Creo que ese es el momento de la hinchada cuando el partido queda en un segundo plano y todas las miradas se concentran en las tribunas.
Cuando mi equipo entró a la cancha casi se escapa un grito de aliento pero me contuve. Enseguida los jugadores de Deportivo pisaron el campo de juego. Fue ahí cuando escuché, como una si fuera una estocada, un "vamos Depo viejo nomás". No lo podía creer, si algo faltaba era que los secuestradores sean hinchas del Deportivo.
A esa altura estaba tan embalado con el partido que no me detuve a pensar en las consecuencias que podía tener ese lamentable dato que acaba de enterarme. Traté de agudizar el oído y concentrarme en el sonido de la radio.
Cuando el periodista que está en el campo de juego dio la formación del verde, que yo la sabía de memoria, sentí claramente que uno de los secuestradores murmuraba algo. Un ruido a radio pegando contra la pared hizo que la trasmisión se dejara de escuchar. Enseguida sonó un celular. Dos segundos después sentí un tropel de piernas y la puerta que se abría de par en par. Yo seguía con la capucha en la cabeza pero me di cuenta de que los tipos me estaban clavando la mirada. Seguramente con la boca abierta sin entender nada de lo que pasaba. Se hizo un silencio sepulcral. Fue en ese momento en que comencé a darme cuenta de todo y no pude contener la risa. Me brotaba a borbotones. No podía dejar de soltar carcajadas. No había dicho nada desde que me habían secuestrado y ahora me reía como para el campeonato del mundo.
- Ustedes son todos unos cabezones -les dije sin parar de reír-, en este instante mi hermano gemelo les está rompiendo el culo a esos putos de Deportivo.

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