26 de agosto de 2006

Señor, señor ...

Haciendo una ronda alrededor de la parrilla estaban los organizadores con algunos carreristas y algún que otro jockey. Entre vino y anécdotas de épicas carreras, se mesclaban estadísticas de caballos y eternas discusiones sobre cuál fue el más rápido de la zona.
El tano Parisi, contó como se había terminado la mala suerte de Joselo Martín, un domingo a la tarde en la pista del hípico. Joselo siempre tuvo caballos, desde chiquito soñaba con tener un haras de pura sangre, pero la realidad lo había golpeado y a los 55 años había sido dueño sólo de unos zainos piojosos que no ganaban ni corriendo la primera a las 9 de la mañana. La suerte le había jugado una mala pasada después que Anchorena lo llevará hasta su campo y le dijera: “elegí un pura sangre de los que hay acá que te le regalo”. Joselo eligió bien, se quedó con el hijo de un padrillo que había ganado varias en la arena de Palermo y que pintaba como para ser más rápido que su padre.
No lo podía creer, lo cuidó como a ninguno de sus caballos, pero el día del debut y cuando ganaba por un campo, se rompió una pata y con ella los sueños de Joselo.
Parecía que la mala suerte lo perseguía. Además, Joselo era conocido en zona porque todas las discusiones las terminaba apostando dinero en una cuadrera. Sus amigos le decían que parara, que toda charla no podía terminar en una apuesta a una carrera de caballos.
La cosa es que Joselo siempre perdía y su patrimonio se había deteriorado al punto que la mujer no lo aguantó más y lo mando a mudar con sus caballos. Fue ahí, cuando sus amigos decidieron darle una mano.
Todas las semanas se juntaban a comer un asado en el stud donde cuidaban los caballos. Ese día invitaron a otros cuidadores de la zona para que ni bien se arme una discusión, Joselo tenga a quién jugarle unos pesos en una cuadrera.
Antes de que el Manco Díaz tire la carne en la parrilla, ya habían arreglado que el domingo a la tarde en el hípico corrían los caballos de Joselo y el Vasco Echeverría.
Ese domingo la yegua de Joselo, que nunca podía ganar, le sacó tres cuerpo a su rival. Claro que Joselo nunca se enteró que los amigos el sábado a la noche habían arado la pista del lado donde corría el caballo de Echeverría.
Las anécdotas siguieron corriendo como el vino tinto en damajuana. Cuando el asado estaba a punto llegaron como revoloteando, tres señores, que eran señores pero vestían como señoras.
Cuando todos estaban entonados, se armó una especie de fiesta con música de una guitarra que tocaba el Gringo Cuzoni.
“Che petiso, vos tenés que montar mañana, no hoy”, le gritaron a Vázquez, uno de los jockey, mientras se metía a un establo con el rubio más alto de los tres que llegaron más tarde.
A la mañana, el domingo amaneció con tormenta y la llovizna hizo que los organizadores suspendieran las carreras.
Mientras los mismos que habían disfrutado del asado el sábado a la noche desarmaban la cantina, aparecieron de nuevo los tres “señores”, quienes se pusieron también a dar una mano. El rubio agarró un poste, que el día anterior había sido traído por tres personas a la vez, se lo puso al hombro y salió caminando como si no llevara nada. Todos se quedaron con la boca abierta, viendo lo que no podían creer.
El único que no abrió la boca, pero que se cagó hasta las patas, fue el petisoVázquez, quién se arrimó al rubio grandote y dijo: “señor, señor... perdone si anoche le hice doler”.

Pabloc

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