INMIGRACION AFRICANA AL “PRIMER MUNDO”
Sueños de libertad
El carrusel de la plaza de la República (Piazza della Repubblica) me atrapó. Como sedado por un poderoso veneno quedé inmóvil. Los caballitos dorados, idénticos, con plumas rojas de vedette en la cabeza son una invitación a subir y quedarse ahí arriba dando vueltas hasta el amanecer. Después del encantamiento inicial de niño, quise fotografiarlo pero la gran cantidad de lámparas encendidas y la noche me hacían repetir la toma una y otra vez. No se por qué me llamó tanto la atención esa calesita que no paraba de girar al ritmo de música de calesita.
Diez minutos antes estuve en la plaza de la Señoría (Piazza della Signoria) contemplando, entre otras maravillas, la estatua de Hércules y Caco y sobretodo la copia del David de Miguel Angel. Había quedado con la boca abierta con la Fuente de Neptuno. Esa que ESPN muestra cuando la Fiorentina juega un partido de Champions League. Ahora, y después de ese regocijo, quería sacarle una foto a esa simple y encantadora calesita. Era tarde y sólo unos turistas paseaban por las calles de la bellísima Florencia, ciudad donde el genio de Miguel Angel dejó una partecita muy grande de su vida artística. Es que, creo, toda su magia creativa y su talento quedó estampado en las paredes y la bóveda de la Capilla Sixtina.
Ya tenía la toma del carrusel cuando escuché que alguien venía corriendo. Antes de que me de vuelta pasó tan rápido como una gacela. No alcancé a verlo. Sentí un tropel de piernas y vi pasar a otro. Dos tipos lo seguían en una persecución que terminó muy cerca, a la vuelta de la esquina. No se como fue pero cuando llegué tenían a uno apretado contra el piso, justo frente a una vidriera de la tienda de alta costura Massimo Dutti.
Los que parecían ser dos policías de civil lo interrogaban. No tenía más de 25 años. Estaba sentado en el cordón de la vereda con las rodillas apoyadas en el pecho. Al pasar alcancé a ver las motas cortas color de la piel y los dientes blanquísimos. Vestía una campera oscura a cuadros azules, jeans y zapatillas deportivas blancas. Lo atraparon porque corrió con algo envuelto en una manta. No quería perder su único capital, su única esperanza de vida. Pero los policías le quitaron todo, lo dejaron sin nada. Sólo con lo puesto. Lo hicieron retroceder al mismo momento en que puso un pie en Italia con sueños de libertad.
La primera vez que los vi fue en Milán, un día después de llegar a Italia y mientras recorría la plaza de la Catedral (Duomo). A la pasada intentaban venderme algo que yo rechazaba. Hasta que uno se me acercó y me puso una pulsera en la mano. Me hablaba en un inglés que yo no entendía por lo que no hubo posibilidad de mantener una charla. Se despidió con una sonrisa y un “Thanks for Africa”, que en ese momento no comprendí el verdadero significado.
Después de unos días recorriendo Italia, veo que están por todos lados. En realidad, en aquellos lugares en donde se apiñan los turistas que por esta tierra son casi todos. Siempre andan en grupos y casi nunca se los ve solos.
También los encontré en Nápoles. Pero ahí tienen demasiada competencia en eso de vender algo para sobrevivir.
En algunas ciudades están más vigilados que en otras pero en todas hay un denominador común: son perseguidos.
Venden, entre otras cosas, carteras, bolsos, anteojos, pulseras y collares. Todo trucho, truchísimo. Esos rubros son los más explotados por los más explotados.
A la pesca
Los inmigrantes devenidos en vendedores ambulantes de Africa “invadieron” Europa. Llegan de Senegal, Sri Lanka, Nigeria, Etiopía o Somalía. Son inmigrantes desesperados, indocumentados. Son discriminados. Y son ilegales cuando al gobierno le conviene porque también, muchas veces, son la mano de obra más barata y “sirven” para ocupar el trabajo que no quiere hacer el trabajador blanco europeo.
Los observé detenidamente en el puerto de Barcelona. Ahí, como en casi todos lados, están “a la pesca”. Colocan en el piso una sábana o lona y le atan cuerdas a las cuatro puntas de la tela. Arriba acomodan prolijamente la mercadería. Carteras, anteojos o relojes, todo imitación de las grandes marcas. Se quedan parados con las cuatro cuerdas en la mano como sosteniendo una caña de pescar. Miran para todos lados. Están atentos, en guardia, como los suricatos. Si alguien ve a un policía, avisa. En un rápido movimiento le pegan un tirón a las cuatro cuerdas y cargan al hombro todas las cosas. Tratan de perderse disimuladamente entre los turistas o directamente correr a salvarse.
Son reacios a hablar de su vida. Tienen motivos de sobra para ser desconfiados.
“Estos tipos si que se juegan la vida”, me explica Mario, un amigo santarroseño, poeta y periodista que vive en Barcelona.
Emigran por motivos económicos, políticos o religiosos, no importa. Huyen de la pobreza y la guerra. En el fondo creo que buscan ser un poco más libres pero la realidad del primer mundo los golpea tanto o más que en su propia patria.
Hay toda una mafia detrás de la inmigración africana a Europa. Deben pagar una fortuna que no poseen para arriesgar el pellejo y tener la posibilidad de subir a una barcaza que los lleve, en un “viaje de la esperanza”, desde la costa de Africa a Europa. Puede ser de Libia a Sicilia o de Marruecos a las islas Canarias. Rutas, un recorrido donde las posibilidades de tener éxito son escasas. Si bien algunos logran sortear ese cruce muchos se ahogan en ese intento desesperado. Los que tienen la dosis de fortuna para llegar al otro lado pueden quedar endeudados con el mafioso que los ayudó a salir de su tierra. Esa deuda la pagan siendo esclavos modernos: tienen que trabajar para su amo vendiendo baratijas mientras son perseguidos por leyes que consideran delincuente a un inmigrante. Y el que no debe también vende para sobrevivir. Porque de eso se trata, de subsistir.
El bien más preciado son los “papeles”, esos que tardan años en llegar. El sueño es ser un inmigrante legal para ser un poco más libres. Trabajar para poder mandar algún euro a su familia que quedó en Africa.
Pasan horas y horas en la calle. No hay ninguna posibilidad de alquilar un departamento o una casa. Si trabajan pueden aspirar a pagar la cama cucheta de una pieza compartida con cinco, seis o más compatriotas.
Después de tres días en Bergamo en la casa de unos amigos, había salido a “recorrer” la bella Italia y una de las ciudades más sorprendentes: Florencia. Al pasar frente al inmigrante que tenían detenido, apagué el flash y le disparé, apurado y nervioso, dos fotos. Seguí caminado rumbo al hotel sin dejar de pensar en esta dosis de primer mundo que había recibido.
Era mi primera noche en la ciudad de Miguel Angel. La reserva del Ostello (hotel) la había hecho desde Argentina por internet, sin saber con qué me iba a encontrar. En medio de la oscuridad me desperté. Estaba en una pieza rodeado de ocho camas. Un rosarino, estudiante de pintura; dos pibas chilenas que terminaban un curso de italiano y un japonés trotamundos. Todos dormían. Casi sin hacer ruido me levanté. Salí a la calle y apurando el paso crucé uno de los puentes del río Arno. Caminé y de ratos corrí hasta la plaza de la República pero llegué tarde. Luces apagadas y ninguna música. La calesita había dejado de girar.